Lo que decimos con la voz

Desde la sala de espera de un centro médico que conecta con la recepción y los pasillos que llevan a las consultas, observo un ir y venir del personal que con tono amable, y mecanizado, nos llaman y nos hacen pasar, cuando es nuestro turno, al despacho donde nos visitarán.

– «¿Señora X?

– «Si soy yo». Contesta.

– «Buenas tardes! ¿¡Qué tal!? ¿¡¡Cómo estamos!!? ¡Ya puede pasar! Adelante».

Dice un miembro del personal con una entonación extremadamente agudizada y con una intensidad (volumen) que me hace pensar que los vecinos de tres bloques más allá han sabido que la señora X hoy se visita en ese centro médico.

 

Subir la frecuencia (nota) cuando hablamos, es una acción espontánea que realizamos en algunas situaciones o contextos. Cuando hablamos a un bebé, por ejemplo, tendemos a agudizar la voz y hablar con un volumen más fuerte, como si ello contribuyera a una mejor comprensión por parte de aquel.

 

De hecho, en la relación madre/bebé, sabemos que el primer sistema de comunicación que se establece, se vehicula a través del tono y la intensidad. Es con estas dos variables que la madre otorga un significado concreto al barboteo del bebé.

 

La voz se adapta para dar respuestas a las distintas situaciones y necesidades comunicativas aunque no siempre es así. A veces, nuestra habla, responde a automatismos que se forjan, e instauran, con la repetición, como por ejemplo recibir todos los días cientos de personas en un centro médico.

 

Observo que el personal de este centro (y otros a los que he acudido), en general tiende a hablar a los visitantes como si fueran niños pequeños, especialmente cuando se trata de personas mayores. Me atrevería a decir que cuanto más mayores son los «pacientes» más se agudiza el tono y se aumenta (exageradamente) la intensidad. Para el espectador, en este caso servidora, da la sensación que chillan para que les entiendan, como si ser mayor implicase automáticamente estar sordo.

 

Me toca. Mi nombre real y primer apellido (que nadie en aquella consulta reconoce, por suerte) resuena tambíen tres bloques más allá.

Entro en la consulta y compruebo con satisfacción que lo primero que hace la doctora que me atiende es mirarme a los ojos. Recibo un saludo amable, fruto de un automatismo instaurado.

Tardo en sentarme porque me quito la chaqueta y descuelgo de mi espalda la mochila para dejarla en la silla de al lado.

 

Mientras lo hago, y como cortesía, le digo…

 

– «Disculpe un momento que me descargo» a lo que ella responde…

 

– «No se estrese, no se preocupe, esté tranquila, más faltaría, bastante ajetreados vamos ya todo el día».

 

En realidad, no me noto especialmente intranquila. Lo único que deseo, en ese momento, es ponerme cómoda antes de sentarme para explicarle el motivo de la consulta. Sus reiterados comentarios me hacen pensar que debo dar la impresión de mujer estresada porque la doctora insiste una y otra que me lo tome con la calma que necesite.

 

Cuando salgo de la visita, me detengo en el mostrador a pedir hora para la próxima cita. La persona que me atiende lo hace sin mirarme a los ojos. Observo que está muy enfocada en el ordenador, con el ceño fruncido, como si ocurriera algo realmente grave en la pantalla. Yo, por prudencia, no rompo el silencio, no quisiera interrumpir alguna acción importante.

 

Cuando finalmente me habla (sin mirarme a los ojos) percibo enfado, amargura y desinterés en el tono (grave), la intensidad (baja) y la velocidad (rápida).

 

Estas percepciones son, por supuesto, totalmente subjetivas.

 

La voz es energía sonora que actúa sobre las emociones de los demás. El tono y la intensidad de nuestra voz no pasan desapercibidos para el oído (y la piel) de quien recibe esa energía por vía perceptiva.

 

Recuerdo que en un curso de habilidades comunicativas propuse a los participantes un ejercicio realmente complicado. Una vez sentados uno frente al otro, a un metro y medio de distancia, debían mantener la mirada al compañero durante 5 minutos largos. La consigna era: mira al compañero y permite que aparezca en tu rostro lo que esté pasando por dentro. Pemítete escucharte y reflejar en el rostro lo que te sucede, lo que sientes, mientras mantienes fija la mirada en el compañero.

 

Pasaron un mal rato haciendo el ejercicio, os lo aseguro! En cambio, la experiencia resultó ser muy gratificante, según expresaron al terminar.

 

¿Os dáis cuenta de que prácticamente no nos miramos a los ojos? Hemos perdido la costumbre (y la capacidad) de mirarnos a los ojos y mantener la mirada en silencio. Este es el primer paso para tomar conciencia de uno mismo y de la presencia del interlocutor al que nos dirigiremos (o deberíamos hacerlo) con la energía acústica adecuada, aquella que aparece (de forma inconsciente) cuando hablamos desde la necesidad real de decir las cosas que decimos mientras miramos a los ojos de quien tenemos delante.

 

¡Que tengáis muy buen fin de semana!

 

Salud, paz y escucha atenta.

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