¡Achís!

¿Cómo nos las apañábamos cincuenta años atrás cuando en muchas casas no había ventiladores ni aires acondicionados? ¿Recordáis? Abríamos las ventanas de par en par y con la corriente de aire y el abanico nos hacíamos pasar el calor. De acuerdo. Hoy hace mucho más calor que entonces. O eso parece.

Nunca me ha gustado el aire acondicionado. Tampoco el ventilador. Ni el abanico. Les tengo muchísima manía. Me molestan. Tampoco soy amante de ponerme en medio del corriente de aire. Y, por desgracia para los actores y cantantes, en los teatros y auditorios tenemos un buen surtido: corrientes de aire espantosas y un aire acondicionado tan exageradamente alto que literalmente te hielas.

Ahora, con las restricciones, confío que se vean obligados a ponerlo a unos grados razonables. Entiendo que una platea puede llegar a reunir a mil quinientas personas y, si el teatro no reúne las condiciones ambientales, el público puede llegar a pasar calor y sentirse molesto. Pero de ahí a convertir la platea en Siberia… Algunas veces me he encontrado con espectadores que se quejan de frío. También puede pasar (¡y pasa!) que las funciones se cancelan porque los actores acabamos con unas laringitis de campeonato que nos dejan fuera de combate.

Una vez, en Mamma Mia!, los ocho swings (suplentes) hacían función porque media compañía estaba en cama con gripe y, aún con los ocho suplentes, faltaban bailarines y actores en el escenario.

(Los swings son actores y bailarines que se saben los papeles de todo el ensamble y permanecen en el teatro durante toda la función aunque no la hagan. Si ocurre algún accidente o hay una emergencia entran directamente a escena. Y os preguntaréis… «¿Esto ocurre?» ¡Por supuesto que ocurre! Incluso lo he vivido en mitad de una escena, es decir, en plena escena he visto salir a un bailarín o un actor lesionado y entrar el suplente. )

El próximo mes de diciembre hará cinco años que no me constipo, ni sufro ninguna faringitis ni laringitis. Sí. Cuento los años. Ya véis, los actores y cantantes vivimos pendientes de procurar no someternos a las condiciones que afectan a la voz y que a menudo hacen que la perdamos.

Es significativo que el último tropiezo fuera estando en el Teatro La Latina en Madrid (con un frío espantoso en el escenario y en los camerinos) y que, durante cinco años sin subir al escenario, no haya hecho ni un triste ¡achís!

Un resfriado significa sufrir una alteración significativa en la voz que te invalida totalmente para cantar. La voz es muy sensible a los cambios de temperatura. Cuando digo la voz quiero decir la musculatura, por un lado, y, por otro, la mucosa de la que faringe y laringe están revestidas y que tanto sufre las condiciones ambientales físicas y químicas que demasiado a menudo nos rodean en nuestro espacio de trabajo: polvo, frío, sequedad, aerosoles, productos de limpieza o desinfección.


Pero volvamos a la temperatura. Bailar y cantar implica el sistema músculo-esquelético. Los músculos que trabajan para que la producción vocal se materialize, son como los pistones de una trompeta, las llaves o la embocadura de un saxo o la madera y las cuerdas de un violín. Los cambios de temperatura afectan a su acústica.

Con la voz, ocurre exactamente lo mismo. Y además, a los factores ambientales externos, debemos sumar factores internos como el estado de ánimo o la gestión del estrés. ¡Toda una fiesta, vaya!

Bien, confío en que el día que vengáis a ver Los Puentes de Madison a Madrid, toda la compañía esté en condiciones óptimas. Esta carta está condicionada por el hecho de encontrarme estos dias estudiando el guión de este musical, cuya acción transcurre en una calurosa Iowa en pleno mes de agosto. Francesca, mi personaje, luce unos vestiditos pràcticamente del grueso de un papel de fumar, ideales para lucirlos en pleno invierno madrileño


Como diría mi madre, «Qué Dios haga más que nosotros» 

Feliz fin de semana. Tapaos!

Salud y paz.

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